Ciencia y cientificismo
1. ¿Podría decirse que en esta época, la ciencia ha tomado el relevo que la religión tenía en la cultura? En ese sentido, ¿Qué papel le cabe en este relevo a la idea de "creencia"?
Creo que sí, al menos en dos aspectos especialmente relevantes: como relato y como promesa.
Como relato, la Biblia ha perdido para mucha gente ese carácter de "Historia Sagrada", de una narración en la que la historia humana se vinculaba a una relación con Dios. La Historia Natural toma el relevo, especialmente en el marco moderno de la Teoría de la Evolución, pero lo religioso permanece en ella, en la medida en que, como decía Stuart Kauffman, todo el mundo cree comprenderla, y, en vez de asumir en su crudeza lo contingente, se hace de la selección natural el gran demiurgo; en cierto modo se la ontologiza y se le confiere un carácter finalista, de tal modo que asistimos a la permanencia de una teleología no teológica.
Por otra parte, la ciencia se muestra como la gran promesa de salvación en todos los órdenes. Lo que no es curable ahora lo será en algún tiempo; sólo es cuestión de destinar fondos suficientes a la investigación. Los transhumanistas deliran pensando en la posibilidad de alcanzar en breve una inmortalidad pintoresca, una vez que se alcance lo que llaman singularidad tecnológica. Pero sin llegar a ese nivel de fantasía, se concibe ya a la ciencia como omnipotente: se curará o prevendrá el cáncer, el Alzheimer, la esquizofrenia, se repararán lesiones medulares, se acabará el hambre en el mundo, tendremos medicamentos para cualquier problema psíquico… En cierto modo, parece una perspectiva de cuento de hadas para niños: seremos felices y comeremos perdices, aunque sean transgénicas.
Podría decirse que la ciencia ha relevado a la religión como creencia y, haciéndolo, ha contribuido a privarnos de lo ritual, existente incluso en una religión civil como la romana. No hay ritos de paso sino continuidad y desfases. Ni toga pretexta ni primera comunión. Supongo que eso contribuye a una cierta sensación de desamparo ante el paso del tiempo, que se intenta frenar fosilizando a la gente con cirugía estética e infantilizándola mentalmente. A la vez, la ciencia ha sustituido no sólo la creencia religiosa tradicional sino toda la relevancia del mito clásico, generando una sensación de aislamiento individual del flujo histórico.
El problema es que mucha gente "cree" en la ciencia, cuando de lo que menos necesita la ciencia es precisamente de creencia en ella. Ciencia y fe pueden coexistir en un científico pero son campos antagónicos. No se precisan entre sí. Por supuesto, ello no obsta para que haya científicos creyentes, ateos o agnósticos. Esa es otra cuestión. Una cuestión importante que se podría plantear, tal vez, del modo siguiente: ¿en qué creen los que dicen creer y en qué no creen los que dicen que no creen? Porque parece que el ateísmo auténtico resulta extraordinariamente raro y difícil; hay demasiada idolatría. Un creyente se halla ante la aporía de creer en lo innombrable, en el Gran Misterio. Salva la situación un referente humano, como Jesús, pero eso implica ya una fe específicamente cristiana. Un ateo lo es muchas veces descreyendo de un dios antropomórfico, veterotestamentario o tomista y coincidiendo así con creyentes. Einstein decía que creía en el Dios de Spinoza; ¿significaría eso que Einstein era creyente o más bien ateo? A veces una creencia es una mera cosmovisión.
El cientificismo más osado es idólatra y deifica lo puramente aleatorio, la evolución de las especies. Sólo desde esa idolatría cientificista se explica la creencia, en general, al margen de su contenido, como algo "querido" por la evolución para el mantenimiento de una organización social o algo así. No es extraño que se hable de neuroteología como se habla de neuroeconomía.
2. En su libro El autoritarismo científico[*], usted refiere que una Ciencia omnisciente está destinada al fracaso. ¿Podría comentarnos de qué se trata?
Ya ha fracasado tal pretensión en el siglo pasado. Quizá el ejemplo más conocido sea el principio de indeterminación de Heisenberg. A pesar de Einstein, empeñado en resolver la extrañeza cuántica, no hay variables ocultas detrás de lo observable en la escala de partículas elementales. Carece de sentido sencillamente pensar en la posición o cantidad de movimiento de un electrón antes de su medida y recientes experimentos que confirman el entrelazamiento muestran una realidad no local, observable en determinadas condiciones. Einstein era un hombre tan revolucionario como determinista y es llamativa su amistad con Gödel, un hombre peculiar que contagió su rareza a lo más puro, a las Matemáticas, desbaratando el sueño axiomático con su teorema de incompletitud. El genial y vitalista Hilbert acabó teniendo como epitafio un lema fracasado: "Wir musen wissen, Wir werden wissen". El siglo XX mostró definitivamente la imposible omnisciencia científica en los terrenos más básicos, la Física y las Matemáticas: había límites.
Puede parecer que con esos dos ejemplos nos situamos en algo aparentemente extremo, pero sus consecuencias en el mundo son esenciales. La fluctuación cuántica ha sido la responsable de algunas heterogeneidades en el Universo inicial, mostradas con la observación del fondo de microondas, y que han dado lugar a las galaxias y, en última instancia, a la vida. Pero también se da un alto grado de indeterminación en el ámbito puramente clásico, el macroscópico. Hay sensibilidad a condiciones iniciales, ruido y, sobre todo, no linealidad en muchos fenómenos, lo que los hace en la práctica intratables matemáticamente, cabiendo sólo la aproximación por ordenador. Pero, incluso, hay problemas aparentemente simples cuya complejidad de resolución crece de modo mucho más rápido que una expansión polinómica con respecto al tiempo de cálculo, haciéndose intratables computacionalmente.
Si se es serio y se admite de modo coherente una raíz fisicalista a la Biología, a la Neurociencia, no queda otra opción que reconocer esas fuentes de incertidumbre que contagian todo. Por poner un mero ejemplo, la expresión genética en bacterias es ruidosa. Se ha comprobado experimentalmente que bacterias genéticamente idénticas y viviendo en un mismo medio de cultivo pueden comportarse de modo distinto (expresando un gen u otro) por puro azar, lo que puede ser útil desde una perspectiva de adaptación al medio (perspectiva antropomórfica, por otra parte). Y es un hecho aparente que nuestra complejidad es superior a la de una bacteria. El azar parece intrínseco a lo viviente.
3. ¿Cuáles serían las consecuencias para la ciencia de su actual confluencia con el mercado?
Hay un interés de mercado legítimo que ha favorecido y favorece proyectos tecno–científicos de interés. Podríamos decir que hay una tecno–ciencia bondadosa que nos facilita la vida y que incluiría desde la producción de fármacos tan necesarios como las insulinas recombinantes o los antibióticos al desarrollo de herramientas como los ordenadores personales, los satélites artificiales con sus efectos de predicción meteorológica, navegación por GPS, etc.
Pero el interés mercantil es vender un producto y, frente a ese afán, lo beneficioso para el ser humano se muestra como secundario. En ausencia de una regulación legal, porque con la ética no parece bastar, la actividad científica puede deshumanizarse en alianza con el mercado. Hemos visto cómo se patentan genes y cómo las semillas transgénicas pueden llegar a alterar la biodiversidad, rompiendo incluso fronteras geopolíticas, y empobrecer a gente en beneficio de oligopolios. El objetivo esencial de desarrollar un medicamento no es tratar una enfermedad; es venderlo. Y ocurre que a veces el medicamento precede a una enfermedad que se inventa precisamente para crear un mercado para aquél, lo que se conoce como "disease mongering". En un contexto neoliberal interesa más modificar un citostático que prolongue la mediana de supervivencia unos meses en países ricos que desarrollar medicamentos contra parasitosis del tercer mundo.
Por otra parte, la visión del mercado se da a corto o medio plazo. Se trata de conseguir resultados patentables y de conseguirlos ya. Y la ciencia, la buena ciencia, no tiene prisa, por lo que esa presión es perjudicial.
Hay otro elemento perverso asociable al mercado y es su terminología, por la que todo es objeto suyo. Se oye decir con demasiada frecuencia que "hay que saber vender", incluso que "hay que saber venderse", haciendo que el investigador profesional entre en esa dinámica en que muestra un producto vendible, llegando a serlo él mismo. Ese producto es su producción bibliográfica. No importa la creatividad, sino la productividad, es decir, el número e impacto bibliométrico de publicaciones, más allá de su interés real en los ámbitos fundamental o aplicado. No se trata de que esas publicaciones sean vendibles en sentido estricto, sino que su valor se da en la misma dinámica neoliberal que inunda toda transacción. Será ese impacto el que defina con mayor o menor acierto la posición socioeconómica de un investigador. Se entiende fácilmente el contraste entre la cantidad de publicaciones sobre cáncer, por ejemplo, 350 en promedio cada día de 2012 (datos de PubMed), y una reducción de su mortalidad en sólo un 10% en los últimos cincuenta años, según recogía un número reciente de Nature. Un oncólogo que sólo lea el 1% de lo que se publica sobre su especialidad, tendría que leer más de mil publicaciones al año. Algo va mal en la forma en que se está produciendo ciencia.
La obsesión por publicar ("publish or perish") no se da sólo en el ámbito bio–médico; también afecta a las ciencias básicas. Podríamos expresarlo crudamente diciendo que en la ciencia actual, a un investigador se le puede decir "tanto tienes, tanto vales", entendiendo por tener el número e impacto de sus publicaciones (no siempre propiamente suyas).
4. En otro apartado de su libro, usted desarrolla el concepto de ontologización de la enfermedad, ¿Qué lugar le cabe a la responsabilidad en el padecimiento subjetivo a partir de esta tendencia?
Una ontologización curiosa porque confiere ser a una carencia. La enfermedad es realmente carencial, sea un déficit de función, de "defensas" frente a infecciones o cáncer, de metabolitos, de regulación expresable incluso como hiperfunción, de lo que sea. En los ámbitos somático y psíquico. Recordemos la hipótesis, que en tal se ha quedado, del déficit de aminas en hendiduras sinápticas en el caso de la depresión. Siempre falta algo molecular cuando a uno le falta salud, que se equipara, a su vez, al derecho y deber de felicidad.
Aunque Jesús desbarató la relación del pecado con la enfermedad, el concepto de culpa asociada a ella, de pecado, subsiste en una civilización judeocristiana (al margen de la creencia religiosa). Si se está enfermo, si no se es feliz (recuérdese el concepto felicitario de salud que sostiene la OMS), será por culpa de no haberse mirado, de no haberse chequeado todo lo chequeable, de no haberse "cuidado" o será por culpa de un error médico.
Pero la culpa parece disociarse entre los ámbitos somático y psíquico. En el sufrimiento subjetivo sucedería al revés que en el terreno orgánico: se concibe que hay una falta en el orden biológico de la que no se es ya nunca responsable. Hay un problema y debe resolverse cubriendo esa falta; no con una transformación de uno mismo, sino con el medicamento que hipotéticamente llena la pretendida carencia molecular. Ahí sólo cabría el error o la insuficiencia médica, pero ya no la responsabilidad personal. Se "tiene" fobia social como se tiene diabetes. No se concibe el defecto personal atribuible al sujeto sino sólo el molecular, real o más bien imaginado, y modificable farmacológicamente. No es así extraña la altísima prevalencia que se le otorga al déficit de atención. No es extraña tampoco la tendencia del DSM hacia una taxonomía que intenta marcarlo todo.
5. ¿Cuál es el poder de la ciencia en nuestra época?
Enorme. Más que de la ciencia, yo diría de la tecno-ciencia. Para bien y para mal. La capacidad de transformación del mundo y del ser humano nunca ha sido tan impresionante. La contaminación del planeta, con sus implicaciones sanitarias y ecológicas, quizá sea el ejemplo mejor conocido. Ya no digamos el poder mortífero del armamento tecno–científico.
Ese poder no deriva sólo de la aplicación técnica. También es inherente a un saber que puede ser desconectado de ella. Supongamos la decisión sobre un aborto ante la detección prenatal de una grave malformación congénita. Es comprensible que alguien lo decida; en cualquier caso, es una opción ética. Ahora bien, entramos en una época de expansión informativa por la que se podrá saber no sólo de malformaciones anatómicas ya existentes, sino de predisposiciones. Por ejemplo, ¿qué ocurre si se sabe que el niño nacerá determinado a padecer la enfermedad de Huntington o un tipo de cáncer familiar cuando sea adulto? ¿Qué ocurre si tiene una probabilidad alta de padecer una enfermedad poligénica seria o menos seria? La tentación eugenésica en sentido negativo será cada vez mayor. Tomemos otro ejemplo. De los rayos X hemos ido pasando por distintos diagnósticos de imagen hasta llegar a la funcional. Si se hacían cribados de tuberculosis con rayos X, ¿por qué no hacer tests de imagen funcional que nos permitan detectar, aunque sepamos que sólo se trata de un correlato y no de algo causal, un alumno que será problemático? Ya se hace con presos en EEUU. ¿Por qué no con niños en los colegios? ¿Segregaremos a alumnos en función de un patrón de imagen puntual?
El mundo feliz huxleyano es una distopía próxima si no ponemos freno al delirio de completitud, de que todo lo posible se realice.
6. ¿Por qué ha elegido como título de su libro El autoritarismo científico?
Porque la ciencia, al constituirse como único saber objetivo, pasa a ser la única referencia válida. Esa es la idea que ha calado en este momento de nuestra civilización. Una idea falsa por dos motivos. Uno es que la pretendida objetividad de la ciencia ni se da siempre ni siempre es objetividad; cabe una hermenéutica del resultado científico. Otra es que hay otros saberes más profundos y necesarios y, sobre todo, otros "no saberes", las grandes ignorancias insolubles que inspiran el pensamiento filosófico y la creación artística.
Pero el hecho es que, de la mano de la divulgación científica, la ciencia se hace el gran y objetivo saber para muchos, de tal modo que "extra Scientiam nulla sallus" y si de algo se dice que es científico ya no cabe otro debate sobre esa supuesta única verdad.
La autoridad de la ciencia, derivada de la necesidad de resolver su ignorancia, deriva a su vez en un puro autoritarismo incorpóreo en el que abundan los dogmas basados en metáforas.
7. ¿Qué diferencias pueden delimitarse entre el discurso científico y lo que llama discurso cientificista?
El discurso científico es el propio del método científico: experimentación, observación, construcción o modificación de teorías y comunicación entre científicos en un lenguaje apropiado, propio de la disciplina científica en cuestión (y que muchas veces aspira a ser matemático), que permita una objetividad intersubjetiva.
Caben, en cambio, dos discursos cientificistas. El de la exageración y el de la intromisión. Todos los días asistimos a exageraciones, a extrapolaciones infundadas. Por ejemplo, reducir un estado anímico, el que sea, a un balance de neurotransmisores. O suponer que un resultado obtenido en modelo experimental permitirá curar un cáncer próximamente.
Pero también vemos un cientificismo de intromisión. Es el que ocurre cuando un científico de gran prestigio en un campo determinado habla, desde esa autoridad, de lo divino y lo humano mostrando a veces una profunda ignorancia sobre aquello en lo que no es especialista. De este modo, ocurre que lo que digan (en sentidos opuestos en este caso) Tipler o Dawkins sobre Dios, pura superficialidad, es más relevante que lo que digan Nietzsche o Hans Küng, por ejemplo (también en sentidos opuestos). También aquí se da, por parte de mucha gente, una delegación de responsabilidad en los nuevos sacerdotes. En tiempos, se le aconsejaba a ignorantes creyentes que dijeran a quienes criticaran su fe: "doctores tiene la Iglesia que os lo sabrán responder". Ahora, esos doctores son científicos que saben lo mismo de teología y filosofía que esos creyentes ignorantes.
8. ¿Cuales son las diferentes modalidades que el discurso científico propone como tratamiento de lo real del sufrimiento?
Al margen de situaciones que pueden ser paliadas por medicamentos, sea el dolor, un cuadro de ansiedad o un brote psicótico, por ejemplo, creo que el sufrimiento humano, entendido como experiencia subjetiva dolorosa, excede al discurso científico aunque sea algo analizable empíricamente.
Una objetividad intersubjetiva no puede abordar lo subjetivo cerrando el círculo. La subjetividad escapa a lo que es propio a la ciencia: observación, experimentación, reproducibilidad de resultados… En ese sentido, cualquier aproximación terapéutica concebida como científica es propiamente cientificista por olvidar la naturaleza real de la ciencia.
Sólo es concebible la aproximación clínica, encuentro de dos personas y encuentro único. En el terreno humano, no hay ciencia de lo biográfico, sólo de lo biológico, y si alguien sufre, lo es por su vida, desde su vida, la suya, la de él, comprensible por un buen clínico, expresable por la palabra y tratable también sólo a través de ella. Esa interacción verbal, inaccesible al método de las ciencias naturales, es, sin embargo, algo empírico que puede inscribirse en un marco teórico como el propiciado por el psicoanálisis, enriqueciéndolo a la vez y permitiendo su desarrollo.
Notas
* El autoritarismo científico, de Javier Peteiro Cartelle, Miguel Gómez Editores, Málaga, 2010.
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